Nuestros bisabuelos y la confederación

Nuestros bisabuelos y la confederación
Viejo afiche republicano

miércoles, 31 de enero de 2007

dios y la calculadora Científica

En mi cabeza la imagen del cura medieval. Imponente, muñido de lujosos adornos, con esa penetrante voz impostada, mirando al vulgo desde la cima de su estrado con la altanería del que sabe algo que los demás no saben. Ese conocimiento, dogmático, es lo que le da poder al sacerdote y encadena a su merced a los que no la reciben. Y es que los libros estaban exclusivamente en manos de la iglesia católica, la cual decidía qué enseñar, cómo y a quién.
Con el correr de los años, si bien no ha desaparecido por completo la influencia eclesiástica, la palabra del cura comenzó a ser, por lo menos, tomada con más cuidado. La Razón, y la confianza en ella, desplazaron al dogma. Si antes la palabra del cura era indiscutible, pues procedía del mismo dios, ahora la razón distorsionaba ese determinismo unidireccional.
Pero como casi todo, la situación cambió. Poco a poco, producto del éxito de las ciencias, la razón pasó a ocupar el lugar privilegiado que ostentaba dios; mientras que el científico sustituyó al cura. Pues, a pesar del versito del pensamiento crítico, todo aquel conocimiento proveniente del ámbito científico es tomado como la verdad revelada. Entonces, si antes la verdad era una e indiscutible porque provenía de dios, ahora la palabra del científico es la Verdad indiscutible porque “es científico”, porque “hay estudios”, porque lo dice un especialista, un técnico, un entendido en la materia.
En la época medieval eran los curas los que manejaban el latín a la perfección, y era en dicha lengua que se enseñaba la palabra de dios. En nuestro tiempo el conocimiento, la palabra venerada, es enseñada en lenguaje técnico, redundante, incomprensible. De ese modo decimos: “pa, como sabe esta señora”; o “qué bien que habla este hombre”, cuando en verdad simplemente no entendemos lo que dice.
¿Pero qué hace a un economista un ser incomprendido, y por ende venerado y creíble (pues su verdad “está comprobada científicamente”), y a un carpintero un simple constructor de muebles? ¿No nos es acaso desconocida también, al promedio de los humanos, la técnica a través de la cual el carpintero hace un armario? ¿Y porqué no es tan admirado como un economista? Porque el carpintero hace un armario que podemos tocar, remendar, romper; mientras que el economista hace “proyectos de país”, “refinanciaciones altamente ventajosas para el país” o “recortes presupuestales indispensables para el despegue de los países en desarrollo”. No se puede tocar el 20% del PBI anual ni se puede oler el aroma de una taza de inversión, pero sí se puede golpetear en una mesa de madera.
Debería continuar con mis reflexiones, pero prefiero ser honesto, por lo menos una vez. Todo esto que vengo exponiendo es tan solo una excusa para no decir lo que siento, pero lo voy a hacer: tengo sueños eróticos con Danilo Astori. Ese pelo canoso y juguetón me vuelve loco; esa sonrisa penetrante me fascina; ese tono de voz me deja extasiado frente al televisor. Lo amo. Lo amo con locura; quiero que me histeriquée negándome un aumento del gasto público, que se haga el interesante y me niegue más presupuesto para la educación. Agarrame con fuerza y sentame en la banca internacional, susurrame al oído -“país productivo” “país productivo”-, haceme lo que quieras Danilo. Bueno, seguí haciéndome lo que quieras como hasta ahora. Pegame y decime “impuesto a la renta”.

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